Los días parecían eternos y en realidad pasaban rápidamente.
Le dejó la comida a José y que andaba cerca de la alambrada.
Antes había ido a comprar el pan a la tienda de Juan. Siempre tan atento y que le dió recuerdos para José.
Anita se los dió de su parte y José sonrió.
—Qué tengas un buen día, Anita.
—Tú también.
Y se encaminó a la casa, esperando que el día fuese tranquilo.
Antes de empujar la puerta de entrada, escuchó voces altas y decidió quedarse afuera. Y pudo escuchar como Don Federico se encaraba con su mujer y de forma vergonzante.
—No sé qué te has creído que eres, Manolita? Si solamente sabes dar pena, pero a mi no me la das. Me tienes harto, muy harto.
—Si tan harto estás, vete. Quererme... ni por asomo. Así que cuando gustes, coje tus cosas y no vuelvas. Te recuerdo que todo es mío. Me lo dejaron mis padres.
El hombre la miraba con furia. Sabía que era verdad. Pero no iba a ser tan bobo de perderlo todo.
Cerró la puerta de la habitación de un golpe seco. Y subió las escaleras haciendo demasiado ruido.
Anita decidió entrar y se dirigió al cuarto dónde con anterioridad se sintieron aquellas voces.
—Puedo pasar, doña Manolita?
—Pasa, Anita.
Las mujeres se miraron. Y Doña Manolita con voz sumamente bajita le dijo:
—Después hablamos.
Continuará
Autora Verónica O.M.
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